El dueño

 


La lenta angustia del despido sin

explicaciones..., cuando el patrón

quiera reducir sus gastos generales. 

"Viaje al fin de la noche" (1932) 

Louis Ferdinand Céline


El anciano sale por la escalera mecánica de la estación Perú del subte. Camina con dificultad ayudado por un bastón que lleva en su mano derecha. Viste un saco sport azul, cruzado y un pantalón gris, tan antiguo en su corte como ajado por el uso. Sus zapatos, muy bien lustrados, muestran en sus arrugas los kilómetros recorridos.

Camina hacia la peatonal que le da nombre a la estación y dobla hacia Rivadavia. Apenas la cruza, transformada en Florida y antes de llegar a Diagonal Norte, comienza a escuchar el clásico "cambio, cambio" de los numerosos "arbolitos", que lo acompañará todo el trayecto.

Al llegar a Perón dobla hacia Maipú.  Casi llegando a la esquina, sobre la vereda impar, se detiene en un pequeño restaurante. Lee el pizarrón que está en la vereda con el menú del día, junto a un par de mesas que, a esta hora del mediodía están ocupadas. Duda unos instantes y entra.

***

—¿Estás nervioso Ramón? —pregunta Enzo desde la abertura de la cocina mientras desliza el plato de milanesa a la napolitana con fritas en el mostrador para que lo retire el mozo.

—Sí, un poco —responde el bartender mientras le hace seña al mozo para que retire el plato—. Si bien el asturiano era un cabrón ya le conocíamos las mañas. Un nuevo patrón siempre es una incógnita. 

—Y, sí —agrega Enzo—. Sumado a que el correntino se fue con él y no sabemos si el nuevo patrón traerá su propio encargado. 

Se acerca el mozo a recoger el plato y sonríe al ver las caras de sus compañeros.

—Che. ¿Se murió alguien que tienen esa cara de velorio? —chicanea.

—Dale Paco. A vos todo te resbala porque ya estás cerca de jubilarte —responde Ramón—. Pero nosotros no nos podemos dar el lujo de quedarnos sin trabajo. Todavía tenemos hijos chicos.

—Tranqui muchachos. Sólo vendieron el fondo de comercio. Somos parte del paquete. No creo que el nuevo dueño se meta en líos de indemnizaciones y juicios sin antes vernos laburar —ahora su tono es cordial y logra que se aflojen.

—¡Ojalá no te equivoques! Ahí te llegó un cliente —responde Enzo al ver que ingresa un hombre con bastón caminando muy lento.

***

El anciano busca una mesa que esté alejada de la entrada y se decide por la que está contra la pared frente a la barra. Se sienta mirando hacia la puerta. Es una costumbre que tiene de las épocas difíciles de dictadura: nunca dar la espalda a la entrada, lejos de las ventanas y cerca de un mostrador que pueda servir de refugio. Sonríe. Por suerte hace años que ya no corre esos peligros pero no lo puede evitar. Revisa mensajes en WhatsApp y, al  ver que se acerca el mozo sonriendo con la carta, guarda su celular en el bolsillo interior de su saco.

—¿Le dejo la carta, señor?

—Ubaldo, llámeme Ubaldo. Mi mamá decía “el Señor está en el cielo”. Bueno ella creía en eso. 

—Perfecto Ubaldo. Soy Paco. ¿En qué lo puedo ayudar?

—Mucho gusto Paco. No sé si va a ser posible. Ocurre que salí apurado de mi casa y dejé mi billetera en otro saco. Sólo tengo quinientos pesos de cambio en el bolsillo del pantalón. ¿Qué puedo comer con eso?

—Aquí recibimos todas las tarjetas, Ubaldo. También puede pagar con QR desde el celular —argumenta el mozo.

—Es que las tarjetas estaban en mi billetera también. Y con el celular… Gracias que puedo responder mensajes —responde el anciano con una sonrisa.

Paco se atusa el espeso bigote mientras piensa qué responder. Con los valores de hoy, con ese dinero, no puede comer nada.

—Déjeme ver que puedo conseguir —le dice finalmente—. Voy a consultar con mis compañeros.

Se acerca a la barra donde Ramón y Enzo siguen charlando. Ya pasó la hora pico del mediodía y sólo quedan algunos comensales ocasionales. Los habituales, que trabajan en la zona y salen a almorzar ya se fueron o están terminando.

—Enzo, el viejo dice que tiene sólo quinientos pesos. ¿Qué le podemos servir con eso? —pregunta Paco.

—Un pan y una taza de agua caliente, si él se trae el saquito de té —responde serio el cocinero.

—¡No seas guacho! —Ramón no puede evitar la carcajada —. Hacele una milanesa con puré por lo menos.

—¡No puedo chabón! Tengo toda la mercadería inventariada. Eso nos pidió el abogado del nuevo dueño. Lo hicimos con el asturiano antes de que firmara en la escribanía. Si hasta marcó las botellas de los licores por donde estaba el contenido. Vos lo sabés bien, Ramón. ¿O no te pidió que tomaras nota de los tragos que sirvieras después para controlar con la rendición de la caja esta noche? —protesta Enzo.

—Tenés razón, tano —le dice Paco—. ¿Sabés qué? Anotámelo a mí. No me da la cara para decirle que no lo podemos atender.

—No, pará —interviene Ramón—. Lo pagamos a medias. 

—No me dejen afuera, che —dice sonriendo Enzo—. Sale una napolitana con puré, entonces, ya que somos tres.

***

—¿Cómo estuvo la milanesa, Ubaldo? —pregunta Paco acercándose a la mesa.

—Excelente Paco. No he comido ninguna mejor. Pero…Eso no cuesta lo que hablamos ¿no? —la pregunta incómoda al mozo.

—Ehh…No, no. Es una atención de la casa. ¿Va a pedir un postre o prefiere un café? —Paco intenta desviar la conversación.

—Sería un abuso. Gracias. Le pago entonces —Ubaldo busca en el bolsillo de su pantalón.

—No, no. Está bien Ubaldo. No puede irse sin nada de plata. Como dije es atención de la casa. El total. Otro día pasa y nos paga. 

Mientras el anciano le agradece al mozo, ingresa al negocio un hombre con portafolio y se dirige al mostrador. Viste un traje gris de elegante confección. Habla algo con Ramón quien inmediatamente le hace una seña a Paco para que se acerque. Paco se disculpa con el cliente y se acerca al mostrador.

—El doctor Faín pregunta si no vieron al señor Anzovino, el nuevo propietario. Es su abogado —les dice Ramón a Paco y a Enzo.

—No, no —responde Paco—, nadie con ese apellido se contactó conmigo. ¿Y vos Enzo?

—Encerrado aquí en la cocina ¿por dónde va a entrar? ¿Por la chimenea?

El abogado se ríe por la salida del cocinero mientras Ramón se disculpa.

—No, tranquilo, tiene razón —responde Faín—. Es raro porque me escribió que ya estaba aquí.

—Y estoy aquí —interrumpe Ubaldo acercándose al grupo.

Los tres empleados se miran sorprendidos tratando de entender la situación. 

—Es que como no habías llegado no me pareció apropiado presentarme solo —continúa Ubaldo dirigiéndose al abogado—. Entonces decidí entrar y sentarme como un cliente. El problema fue que me olvidé la billetera y no tenía ni dinero ni tarjetas.

—Sí, perdón —responde Faín—. Se prolongó demasiado la audiencia, como te escribí. 

Enzo es el primero que reacciona de los empleados.

—Mucho gusto Don Anzovino. Soy Enzo. Tengo listo el inventario de toda la mercadería que hicimos ayer con el asturiano. Así le decíamos al anterior propietario. Y aquí está el detalle de lo que se usó hoy. ¡Ah! Y lo que le servimos a usted está anotado a cargo de nosotros tres.

—Llamalo Ubaldo —interviene Paco—. Así me pidió. 

—Eso Paco —sonríe Ubaldo—- Llámenme Ubaldo a secas. Enzo, le digo que su milanesa estaba súper. El costo obviamente estará a mi cargo. La verdad, me alegra sobremanera que sean tan solidarios. Son un gran equipo. No necesito ningún inventario. Quien estará en el día a día con ustedes será mi hijo que está volviendo de sus vacaciones el próximo fin de semana. Me falta saber su nombre —dirigiéndose al bartender.

—Ramón, Ubaldo. Mucho gusto.

—¿Qué tal si brindamos con un espumante, muchachos? 

Un aplauso cerrado distiende por fin las tensiones acumuladas.


Osvaldo Villalba 

01/04/2024



Deuda pendiente


Este proyecto iba a ser mi primer libro impreso.

El nombre, Cuenta pendiente, sugerido por mi amiga, la poeta y escritora María Eugenia Fernández, Mariu para nosotros, era además del título de uno de los cuentos, lo que me faltaba en mi corta trayectoria de escritor.

Por eso es que aparecen algunos relatos que formaron parte de mi primer libro electrónico Algo para contrar.

No pudo ser, así que decidí, ya que lo tenía armado, editarlo también en este formato.

Mi agradecimiento a Mariu por su Prólogo y a mi amigo, el escritor y poeta Damián Ortega por su Comentario. Ambos son muy generosos en sus apreciaciones.

Lo pueden bajar desde aquí, en forma gratuita, en formato PDF o EPUB.

La deuda sigue pendiente.

 

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Tormenta

 

Es bueno dar cuando alguien pide, pero es mejor todavía poder dárselo todo al que nada pidió.

La bruja de Portobello-Paulo.Coelho

Los relámpagos iluminan el callejón frente a las vías. El Sordo recoge los cartones, las mantas y el colchón antes que se descargue la lluvia. El cajero automático de la avenida ya está copado. Para ir bajo el puente tiene como cuatro cuadras. Elige las escalinatas del colegio que tienen un techito. Es viernes y hasta el lunes se va a poder quedar. Vi desde mi balcón toda la movida. No leo la mente, todo me lo contó él mismo cuando le llevé el jarro con sopa y el sanguche de milanesa que eran mi cena.


Nostalgia

 

En este barrio que es reliquia del pasado,
en esta calle tan humilde tuve ayer.
Barrio pobre-Francisco García Gimenez


Bajo del auto y camino hasta la dirección que sesenta años atrás fue mi casa. El frente está reformado. En la vereda impar ya no existe el conventillo de mi amigo Pocho. Hay un edificio de departamentos. Si hasta le cambiaron la mano a la calle. Camino hasta la esquina. Ya no está el almacén de los gallegos ni la farmacia. Ya no hay muchachos charlando en la esquina ni pibes jugando a la pelota en la vereda. Viene a mi mente un tango: Mi barrio no es éste, cambió de lugar. La nostalgia me invadió.


El regalo del abuelo

 



Regalando un libro, se regala
por supuesto una historia.
Pero también se regalan una o
varias emociones que van
desde la risa al llanto,
pasando por la ira 
o el aburrimiento en
el peor de los casos

Carla Montero

         —¿Compraron los libros para el abuelo, chicos?

La pregunta de mamá que me temía.

—No todavía —responde mi hermana—, pero esta semana sin falta me ocupo.

Odio su mansedumbre. ¿Es que nunca se rebela por nada?

—Ma, vos que sos una buena hija, podrías ocuparte ¿no? —le digo.

—Ah, sí. Claro que soy una buena hija y me ocupo de mi regalo. Lo que no sé es si soy una buena madre ya que, con 28 y 26 años como tienen tu hermana y vos, están en edad de asumir sus propias responsabilidades —mi vieja tiene respuestas para todo.

—Pero el abuelo es judío. ¿Por qué festeja la Navidad? Y con esa ridiculez de regalar libros. Ya no se usan. Ahora viene todo electrónico —insisto.

—Mi papá es judío, pero no religioso. Y mi mamá era católica. Y festejaban todas las fiestas con tal de reunirse a comer cosas ricas —me responde mi madre—. Además vos fuiste siempre su consentido. ¿Por qué no le preguntás y tratás de convencerlo? Me parece que "esa ridiculez", como vos le llamás, tiene que ver con su historia.

—Está bien. Voy a hablar con él. Ahora me están esperando los pibes en la canchita, pero si tenés tiempo, cuando regrese quiero que me refresques la memoria. Sé que nos la contaste hace mucho pero casi no me acuerdo —respondo mientras me calzo la mochila y busco las llaves del auto.

 * * *

—Ya volví, ma. ¡Qué rico olor! Se siente desde el palier. Los vecinos ya están haciendo cola. Y yo traigo un hambre.

—Exagerado. No te sientes a la mesa sin lavarte las manos.

—Regla número uno desde que tengo uso de razón. ¿Mi hermana viene a cenar?

—No. Salió con el novio.

—Más milanesas para mí. Ella se lo pierde.

—Me parece que ella prefiere estar con su novio. No es de las que vende su primogenitura por un plato de milanesas.

—Mmm. ¡Están buenísimas, ma! Y tu referencia a la cita bíblica me recuerda que tenemos pendiente repasar la historia del abuelo. ¿Te parece ahora?

—Dale. Sólo te aclaro que todo lo que sé es por mi mamá. Mi papá nunca habla de eso.

—Sí, eso sabía. Por eso quiero conocer los detalles antes de hablar con él.

—Bueno. Mi papá nació en 1937 en la ciudad de Kalisz. En 1939, con la invasión de Polonia por el ejército alemán,  su padre fue apresado y enviado al gueto de Lodz con una gran cantidad de judíos polacos, mientras que su madre y él que tenía dos años fueron llevados al Campo de Gurs, en la Francia ocupada por los nazis. De su padre se supo que después de la invasión alemana a la Polonia ocupada por la Unión Soviética fue trasladado a Lublin y ahí se pierde la historia. Su madre con él lograron ser rescatados, emigrando protegidos de Europa. Así llegaron a Buenos Aires, apoyados por otros refugiados polacos. Por lo que sé su vida fue difícil. La madre limpiaba casas de familia y él cuando terminó la escuela entró a trabajar de aprendiz en un taller mecánico. Cuando mi mamá lo conoció había conseguido ingresar a la Marina Mercante, que en las décadas de 1950 y 1960 había crecido mucho.

—Buenísimo ma. Me queda claro. ¿Y el tema de regalar libros?

—Eso nunca lo supe. Cuando yo nací ya lo practicaba y nunca se me ocurrió preguntar.

—Está bien, ma. De eso me ocupo yo. Voy a pensar bien como abordar el tema sin que se enoje o se sienta incomodado.

* * *

 —Hola pibito —me dice el abuelo acompañando su ademán de invitarme a pasar—. Estoy tomando unos mates. ¿Me acompañás?

—Sí, dale. Traje unas facturas.

—La verdad, cuando me llamaste para venir a charlar, me preocupé un poco a pesar que me aseguraste que estaba todo bien —me dice el abuelo mientras me extiende un mate.

—Es que quería saber algunas cosas que no daban para hablar por teléfono —respondo mientras abro el paquete de facturas.

—¡Uh, medias lunas con dulce de leche! Eso me puede —exclama el abuelo—. Pregunte nomás paisano.

—Ahí va la primera: si vos sos judío, ¿cómo es que festejás la Navidad?

—Tardaste más de lo que imaginé en preguntarme.

—Es que todos estos años lo discutí con mamá. Pero ya quiero escucharlo de tu boca.

—Seguramente coincidirá con lo que ella te contó, aunque sé que siempre se lo preguntó a tu abuela y no a mí. Era muy chiquito cuando vinimos a Buenos Aires, así que mis primeros recuerdos de infancia son del conventillo donde vivimos, en Constitución. Esos complejos eran como una gran familia: nos peleábamos como en toda buena familia que se precie, circulaban los chismes, reinaba la envidia y la competencia pero también, como en todo asentamiento de gente pobre y sencilla, también aparecía la solidaridad y la empatía. En nuestro caso no éramos religiosos, pero en las fiestas judías mi madre preparaba algún plato tradicional, cuando alcanzaba para eso. Y cuando venían la fiestas cristianas, sobre todo Reyes, los chicos del lugar recibían regalos, por humildes que fueran, menos yo. 

—Eso debía ser complicado de explicar a un chico ¿no? —lo interrumpo.

—Claro. Y ahí intervino doña Giuliana, una viejita italiana que un día le preguntó a mi mamá: "doña Katarina, le molesta si le hago un regalito al bambino". Mi mamá casi llora de la emoción y desde ese día empecé a recibir también a los Reyes Magos.

Y de grande, como tu abuela era católica y le gustaba comer bien, empezamos a festejar el Rosh Hashaná con guefilte fish, varénikes, knishes y baklava. Y por supuesto en Navidad con vitel toné, pollo al horno con papas, pan dulce y turrones.

—Y disfruto ambas fiestas, abuelo —le agrego—. Vamos por la segunda. Y ultima ¿eh? Prometo que no te jodo más.

—Dale. Esperá que ensillo otro amargo —dice el abuelo mientras se levanta a vaciar el mate.

El abuelo llena otra vez el termo y el mate y vuelve a sentarse a la mesa

—¿Por qué regalar libros? —pregunto sin preámbulos.

—Me imaginaba que venía por ahí —responde el abuelo—. Nunca lo conté, salvo a la abuela, porque en realidad nadie insistió en saberlo. Pero debí prever que no sos de los que se conforman con un "porque sí" —finaliza riendo.

—Me halaga, abu.

—Te lo ganaste. Descuento que sí sabés de mi historia en Polonia. Es algo que me costó muchísimo superar en mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. No quería hablar ni escuchar sobre eso. En ese tiempo no era tan habitual ni tan accesible la terapia sino hubiera sido gran candidato.

—¿Y lograste superarlo? —me intereso.

—Con ayuda inesperada. Cuando ingresé en la Marina Mercante estuve dos años en transporte fluvial, en Rosario. Después conseguí un traslado a transporte marítimo. Allí comencé a viajar por todo el mundo.

—¡Qué genial! —lo interrumpo.

—Estaba muy bueno pero faltaban marineros con experiencia. Así fue que ingresaron al buque varios europeos. Me hice muy amigo de un islandés, de familia dinamarquesa, llamado Thos. Le llamábamos el vikingo, grandote y rubicundo. Nos entendíamos mitad en español y mitad en italiano. En las charlas que teníamos por las noches me contaba sobre su historia. Pero yo no podía contarle la mía. Creo que se dio cuenta de mi bloqueo y para una Navidad que nos encontró en Canarias me explicó cómo había surgido la tradición en su país de regalar libros y me trajo el suyo.

—Perdón por la digresión, abu —lo interrumpo—. ¿Se puede saber cómo se creó?

—Sí, claro. Durante la segunda guerra el país adoptó una política muy proteccionista sobre las importaciones. El único producto que era barato importar era el papel. Por eso muchas empresas cambiaron rubro y comenzaron a imprimir libros.

—Una buena medida sin duda. Y después, en la post guerra siguieron, parece. ¿Y qué libro te regaló? —pregunto.

—Si esto es un hombre, de Primo Levi, en el que cuenta su experiencia en Auschwitz. Ese libro me abrió la cabeza y me desbloqueó.

—¿Sabés que pienso? —comento—. Que muchas veces no es tan importante lo que un escritor o un poeta quiso contar en sus textos como lo que produce en cada lector, que puede no ser igual en todos.

—Exacto. Eso mismo me pasó a mí —responde el abuelo—. Por eso, cuando Tosh murió de neumonía dos años después, le prometí que seguiría su tradición. La abuela entendió la importancia que tuvo para mí y la adoptó, tu mamá también la siguió sin saber por qué lo hacía.

Ese es todo el secreto. Manías de viejo, que le dicen. Así que vos no te sientas obligado.

—Claro que no abuelo. No estoy obligado —el nudo en la garganta casi no me deja seguir—. ¿Podemos encontrarnos el sábado para ir a la librería a elegir tu regalo? Va a ser un placer hacerlo juntos.

 

Osvaldo Villalba

21/11/2022

Encrucijada

 




Pasamos imperceptiblemente
de una escena,
una edad, una vida, a otra.
"Primavera negra" (1936)
Henry Miller

 

I

 

—¿Qué hacés acá?

La voz del guardia de seguridad me sobresalta.

—¿Eh? Nada, miraba los resultados de los partidos —respondo fingiendo estar asustado.

—Te pagan para que limpies, no para que juegues con la computadora —me grita con tono autoritario.

—Sí, sí. La...la apago y me voy —me sale bien el tartamudeo. Me paro despacio y hago tiempo para que el pendrive termine su proceso. Le pasó la franela a la pantalla, al resto del escritorio, me agacho para apagar el CPU y retiro el aparato con el dorso de la mano. El vigilador está de frente en la puerta y todos estos movimientos están fuera de su ángulo de visión.

—Listo, ya está —le digo y vuelvo al carrito de la limpieza.

En otras circunstancias le hubiera hecho tragar sus gritos a este forro. Tan inepto que no se preguntó cómo entré a la computadora. Él también se debe haber sorprendido al encontrarme ya que ésta es la única oficina que no tiene cámaras. El capo no quiere  que se filtre nada de lo que pasa aquí. Todavía me falta limpiar la planta baja. Hace un mes que laburo como nunca en mis diez años de servicio. Mi jefe podría haber pensado en otra tarea para infiltrarme. En realidad tiene razón. En este horario sólo quedan los tres de la guardia y yo.

Me pidieron sólo colocar un micrófono en su oficina, pero como estuve investigando un software que copia correos, chats y archivos protegidos me pareció interesante instalarlo en la computadora del gerente. Lo que descubra me lo voy a reservar.

 

II

 

—El General te está esperando —me dice la secretaria dedicándome su sonrisa más provocativa.

—¡Qué pena! —le digo—. Esperaba quedarme un rato aquí.

—Cuando salgas entonces.

Golpeo y entro sin esperar respuesta.

—Hola Beto —el General hace un ademán señalándome la silla frente a su escritorio—. Hiciste un muy buen laburo. Ya tenemos todo lo que necesitábamos. Tomate unos días de descanso y te hago saber cuando tenga un nuevo objetivo.

—Gracias jefe. Ya tengo callos en las manos de los cepillos y franelas.

Me pregunto si sospecha que sé más de lo que surge de los informes. Tal vez por eso me está sacando del caso. Deberé estar atento.

Nos despedimos y al salir le dejo a la secretaria la dirección del bar donde iré a tomar un trago por si le pinta acompañarme.

 

III

 

Pongo el cargador en mi Glock y tiro de la corredera. Con un ruido metálico la bala entra en la recámara.

Compruebo que el seguro esté colocado y la calzo en la cintura.

Busco en el cajón del placard una gorra con visera. Elijo la de River.

Los anteojos de sol y la campera con capucha completan el atuendo.

Cierro con doble llave la puerta del departamento después de haber colocado los dos papelitos en el marco que me asegurarán que nadie entró.

El espejo del ascensor me hace sonreír. Si no tuviera cuarenta y cinco parecería un pibe chorro.

Paso la puerta de blindex de la entrada y me detengo a encender un cigarrillo. Mientras hago pantalla con ambas manos al encendedor observo ambos lados de la calle. Están estacionados los autos de siempre salvo en la esquina izquierda, de la vereda de enfrente, donde veo un Audi con vidrios polarizados que no me es familiar.

Si voy hacia allí estoy regalado. Avanzo en el sentido del tránsito y me detengo unos segundos después para arrojar un bollo de papel en un cesto de residuos. Si lo veo moverse tendré que actuar.

Llego a la esquina. El Audi no se movió.

Mientras cruzo la avenida me pregunto si tiene sentido tomar todas estas precauciones. Al fin al cabo la agencia tiene un montón de expertos en estos operativos que casi nunca fallan. Yo soy uno de ellos. Si la última vez me excedí en el cumplimiento de la misión y descubrí cosas que no debía fue por propia decisión.

En este oficio no se puede decir "este trabajo no lo hago", "lo hago a mi manera" o "no quiero seguir, me retiro". La dedicación es vitalicia. Y la salida es natural o provocada.

Bajo las escaleras del subte y una vez en el andén me dirijo hacia donde parará el vagón del conductor. Llega la formación. Ingreso y me paro junto a la puerta. Comienza a sonar la alarma de cierre de puertas. Salto al andén un segundo antes que se accionen. Sonrío satisfecho al comprobar que la formación desaparece en el túnel y la estación quedó vacía. Con el próximo tren llego hasta la combinación con la línea  D y de ahí a Plaza Italia. Salgo a la calle y cruzo la Avenida Santa Fe. Busco la entrada al Jardín Botánico.

Faltan 20 minutos para la hora que me citó Gutiérrez. Aprovecho para dar una vuelta y reconocer el lugar. No quiero sorpresas.

Cuando Gutiérrez, entonces con veintitrés o veinticuatro años, se incorporó a la agencia, cinco años atrás, fui su instructor durante tres años hasta que el General consideró que podía volar sólo. No hemos tenido contacto desde entonces pero sé que goza de una excelente reputación. De todos modos debe ser un tema particular porque las tareas siempre se generan desde arriba, nunca desde un par.

Cuando calculo que ya es hora del encuentro activo el grabador del celular, lo guardo en el bolsillo interior de la campera y me siento en un banco.

Cinco minutos después veo que viene del lado de Las Heras.

—Hola jefe. ¿Hace mucho que espera? —pregunta Gutiérrez.

—No, recién llego. Sólo el tiempo de dar una vuelta.

—Sí. Yo también pegué un vistazo de aquel lado —señala detrás de él— para comprobar que estuviera despejado.

—Ah, te enseñaron bien —le digo con una sonrisa.

—Tuve el mejor maestro —sonríe también—. Todas las precauciones son pocas si no se quiere ser detectado.

—Mmmm. Presiento que este encuentro no debió llevarse a cabo.

—Este encuentro...nunca se llevó a cabo.

—Comprendido —respondo—. ¿Y qué sería lo que nadie dijo en una reunión que no sucedió?

—En primer lugar que el General me asignó un nuevo objetivo. Y usted sabe que, después, eso no se comenta ni con la sombra.

—Empiezo a inquietarme —digo sin abandonar la sonrisa—. ¿Ya soy menos que tu sombra?

—Usted sabe que es mi mentor, mi modelo, ¿mi amigo? No puedo con esto.

—Sos mi mejor discípulo. Y también mi amigo. No puedo permitir que rifes todo lo que ganaste. Te dio un objetivo. Tenés que cumplirlo.

—No sé los motivos, nunca los dan, pero no quiero hacerlo.

—Hay que reconocer que el General llegó ahí por su capacidad e inteligencia para tomar decisiones. Desde que me percaté que ya no les era útil, aunque no hayan trascendido los motivos y mejor que no lo sepas así no corrés peligro, tomo mis precauciones. Cualquier miembro de la agencia que hubiera recibido el encargo la tendría peleada, con riesgo que yo ganara. Por eso este hijo de puta te comisionó a vos. Porque sabe que no te podría hacer daño.

—Debe haber alguna forma —dice Gutiérrez angustiado.

—Cualquier resultado que no fuera el esperado te pondría a vos en la situación que estoy yo ahora.

—No se preocupe jefe. Algo se me va a ocurrir. Igual no se descuide. Podría ser que nos estén vigilando o que le haya dado también el objetivo a otro para probarme. Le dejo este celular para que nos comuniquemos, tiene cargado mi contacto. Ambos son descartables.

—Increíble como creciste, pibe. Tenés razón. No hay que bajar la guardia.

Lo despido con un abrazo y vuelvo a casa. Verifico que los papelitos siguen en su lugar. Estoy más preocupado que cuando salí.

 

IV

 

Nunca pensé que el trabajo de menor riesgo de todos los que hice en estos años me sacara de circulación. Lidiar y ocuparme de tipos pesados, integrar bandas peligrosas, tratar con loquitos sueltos, todo lo que uno se imagina al comenzar un laburo como éste y con un simple "infiltrate en la organización y ponele un micrófono al manda más" ahora estoy sentenciado. Claro, la culpa es mía por hacerme eco de la nueva tecnología que me pasó el hacker y que reveló cosas que no debía saber. Lo que no tuve en cuenta es que ellos también tienen gente que analiza los sistemas y podían descubrir el spyware y su procedencia. Inexperiencia, que le dicen, en estos menesteres,

Fue una buena movida intimar con la secretaria del General. Pude así  conocer que hubo unas cuantas llamadas intercambiadas por su jefe con el gerente de la empresa justo antes que me sacara del caso. Eso ya me alertó que algo no andaba bien. El encuentro con Gutiérrez me lo confirmó. No se me ocurre cómo salir de este laberinto.

Suena el celular. En la pantalla aparece Yo. Atiendo.

—Hola —reconozco la voz de Gutiérrez—. Se dice en radio pasillo que usted descubrió datos que comprometen al General con la empresa en cuestión y algunos capos policiales. Se habla de cargamentos muy valiosos que salen del puerto de Rosario con destino al norte de España.

—Mirá vos. Se dicen tantas cosas...

—Sí, claro. Pero sería una buena razón para silenciarlo. Por eso se me ocurrió una jugada que, como están las fichas en el tablero, no deja de ser riesgosa.

—Te escucho.

—Usted y yo somos peones. Somos moneda de cambio. La única chance es coronar y obtener una dama. Yo la tengo, una fiscal que está dispuesta a cubrirnos como testigos protegidos si declaramos.

—¡Nooo! Con mi currículum, si voy a la justicia, termino con perpetua —empiezo a dudar si no me está haciendo una cama.

—Por pescar a los peces más gordos están dispuestos a borrar nuestro historial.

—Dejame pensarlo y te llamo.

La verdad, es riesgoso, pero no veo otra salida. Tendré que evaluar que garantías me da el programa y si me puedo conseguir recursos para empezar algo en otro lugar.

 

 

V

 

—Señor, tiene una llamada por línea uno —la voz de la secretaria suena nasal en el intercomunicador.

—¿Quién es? —pregunto.

—Un viejo amigo, me dijo.

Empiezan a sonar todas las alarmas en mi cabeza. Hace un año y medio que desapareció Alberto Fuentes para dar paso a Edmundo Jadzinsky, con toda una historia prefabricada, con una empresa de seguridad exitosa, pero sin "viejos amigos".

—Pásemelo.

Suena la campanilla dos veces y atiendo sin hablar.

—Hola Beto. ¿Cómo estás? —escucho la voz del General al otro lado de la comunicación.

 

Osvaldo Villalba

09/06/2023